Felipe V reinó en España entre 1700 y 1746. En 1713 puso bajo su protección, a instancias del marqués de Villena, la Academia Española, que más tarde sería Real Academia Española de la Lengua, vista la necesidad de reconocer la especialización de cada una de las instituciones que, a partir de 1938, formarían el Instituto de España. La Real Academia de la Historia, fundada el 23 de mayo de 1735 en una de las reuniones de sabios que tenían lugar en la casa de Juan Hermosilla, abogado de los Reales Consejos, para tratar temas históricos, obtuvo la misma protección que la de la Lengua por Real Orden del monarca del 18 de abril de 1738. La junta rectora elaboró los estatutos, que fueron aprobados por Real Cédula el 17 de junio del mismo año. La función de esta academia es estudiar la historia de España, «antigua y moderna, política, civil, eclesiástica, militar, de las ciencias, letras y artes, o sea, de los diversos ramos de la vida, civilización y cultura de los pueblos españoles» aclarando «la importante verdad de los sucesos, desterrando las fábulas introducidas por la ignorancia o por la malicia, conduciendo al conocimiento de muchas cosas que oscureció la antigüedad o tiene sepultado el descuido». Desde 1775, la Academia tuvo su biblioteca en la Casa de la Panadería, en el centro del lado norte de la Plaza Mayor de Madrid. Diez años más tarde, Carlos III ordenó que aquel edificio alojara a la institución misma. Tras la Desamortización, en 1836, Mendizábal, que entregó a la Academia libros, códices y documentos expropiados a la Iglesia, resolvió otorgarle también el casón construido por Juan de Villanueva en la calle del León, llamado del «Nuevo Rezado» por haber sido destinado a alojar libros de rezos, y que había pertenecido a los jerónimos de El Escorial. El propio Mendizábal hizo dar la Real Orden en 1837, aunque no se cumpliera hasta 1874, tras las reformas hechas por el arquitecto Eduardo Saavedra. Posteriormente se fueron añadiendo los edificios anejos y ahora la Academia ocupa toda la manzana entre las calles del León, del Amor de Dios, de las Huertas y de Santa María.
El 24 de mayo se aprobaba la Constitución de 1876, que sería la de mayor vigencia de todas las propuestas a lo largo del siglo xix. Y es que entre la Constitución de 1812, la célebre Pepa, y la de 1876 se ensayaron cuatro proyectos constitucionales y un intento de unión federal. 1837, 1845, 1856 y 1869 dejaron textos constitucionales, mientras que en 1873 se diseñaba todo un proyecto federal, el de aquella caótica República que duraba once meses y digería cuatro presidentes distintos.
El 25 de mayo de 1085 el rey castellano Alfonso VI hacía su entrada triunfal en Toledo. Tras un concienzudo asedio arrebataba a los moros la que fuera la gran capital del reino visigodo, ciudad que albergaba toda la carga simbólica de la Reconquista. Lejos de poder resistir, el débil rey Al-Qádir obtuvo un buen pacto de capitulación, que incluía el respeto de la vida, las haciendas y las costumbres religiosas de todos los musulmanes que escogieran quedarse en la ciudad.
El 26 de mayo de 1642 el ejército español de Francisco de Melo, muy superior al de su contrincante, derrotaba a los franceses del mariscal Guiche en Honnecourt. Sería una victoria pírrica. Francia se tomaría la revancha nada menos que en la batalla de Rocroi, el gran descalabro de los tercios españoles en Europa.
El 27 de mayo de 866 muere Ordoño I, dejando el trono a su hijo Alfonso, el tercero de la saga alfonsina de Asturias que pasaría a la historia con el sobrenombre del Magno. Alfonso III cerraría el gran ciclo del reino astur, consolidándolo en todos sus frentes y aunando en sus victorias la excelencia militar con una fina astucia política. Su prestigio militar alcanzó su cota más alta en los campos de La Polvoraria, inicio de la más aplastante derrota que hasta entonces los astures habían propinado al emirato. El descalabro fue de tal magnitud que el emir Muhammad tuvo que tragar bilis y solicitar una tregua de tres años, un hecho insólito que implicaba reconocer a Asturias como la otra gran potencia peninsular.
El 28 de mayo de 722 un reducido grupo de astures y cántabros mandados por don Pelayo resistió el empuje de las huestes moras desde la cueva de Covadonga. Don Pelayo era un godo de cierta nobleza, vinculado al último de sus reyes, don Rodrigo, de quien llegó a ser asistente personal. Tras el desastre de Guadalete se refugió con su hermana en las montañas asturianas, al oeste de los Picos de Europa, de donde probablemente procedía su estirpe, y residió allí como un pequeño propietario más sometido al gobernador de la provincia, un bereber llamado Munuza. Quiso la casualidad que Munuza se prendase de su hermana Adosinda y decidió matar dos pájaros de un tiro enviando a Pelayo a Córdoba como rehén: de un lado suavizaba la resistencia del pueblo y de otro despejaba el camino hacia la joven. No tardó Pelayo en escapar del cautiverio y regresar a tiempo de impedir el enlace, pero su intromisión le convirtió en blanco de los sicarios de Munuza y no tuvo más remedio que huir a las montañas. Un espíritu más dócil hubiera dado por zanjado el episodio dejando que el tiempo enfriase los ánimos. Pelayo hizo justo lo contrario. Aprovechó su causa personal para despertar el carácter indómito de los astures y formar un ejército de sublevados que hiciese frente al opresor. Durante unos pocos años sus ejércitos camparon a sus anchas, atacando a las guarniciones moras y liberando pequeños asentamientos que se unían a la causa. Sin embargo, una dura derrota en Tolosa cambió las prioridades del nuevo valí cordobés. Formó un gran ejército y puso al frente a un capitán de nombre Alqama, que penetró en Asturias sin problemas hasta acorralar a los insurrectos en la garganta de Covadonga. Cabe asegurar que el repliegue de don Pelayo no fue casual. En torno a la cueva de Covadonga el valle caía profundo y la garganta parecía asfixiarse. No existía mejor emplazamiento para que unos pocos se enfrentasen a muchos. Los rebeldes guardaban la ventaja de la altura y la estrechez de la garganta impedía que los moros aprovechasen su número. Para colmo los montañeses conocían el terreno y se movían con extrema agilidad, atacando en grupo para romper las filas enemigas y replegándose por salientes y vericuetos cuando perdían ventaja. En una de las embestidas astures falleció Alqama, y su ejército, confundido y desbordado, se batió en retirada. En su torpe huida por los altos riscos, la retaguardia mora cayó en multitud de emboscadas y fue literalmente aniquilada por los bravos astures. Con este heroico episodio se puso en marcha la Reconquista.
El 29 de mayo de 1432, Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón, partía rumbo a Italia para emprender su gran conquista, el reino de Nápoles. Tardaría aún veinticinco años en morir, pero lo cierto es que no volvería a pisar España. Hijo mayor de Fernando de Trastámara, Alfonso recibió una educación exquisita y sintió desde joven una fuerte inclinación por el arte y toda manifestación de belleza. Cuando años después se asiente en la corte de Nápoles vivirá como un gran príncipe renacentista, rodeado de lujos y artistas, anfitrión de las más selectas embajadas. Quizás fuera esa búsqueda de la belleza lo que le lleva a Italia, lo que aviva sus ansias de gloria personal en costosas campañas que encajan mal entre los catalanes, partidarios de una política prudente y de bajo vuelo. Quizás fuera su aversión a su esposa María, poco agraciada, a quien entregó plenos poderes antes de marchar y de quien nunca buscó un heredero.
El 30 de mayo de 1969 entraba en vigor la Constitución de Gibraltar. Los gibraltareños habían votado en referéndum que preferían seguir perteneciendo a la corona británica y les iba a ser entregada una Constitución que cambiaría para siempre el espíritu de las negociaciones sobre esta región. El Reino Unido concedía al Peñón un alto grado de autonomía y se comprometía, además, a no negociar nunca bilateralmente su devolución. Esto complicaba en gran medida la resolución del conflicto, ya que España rechazaba la negociación trilateral, puesto que no podía conceder a Gibraltar rango de país soberano, e Inglaterra parecía cerrar de pronto la posibilidad de decidir unilateralmente.
Alfonso XIII de Borbón (Madrid, 1886-Roma, 1941) fue el hijo póstumo de Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo-Lorena, quien ejerció la regencia durante su minoría de edad, entre 1885 y 1902. Fue coronado a los dieciséis años. El 31 de mayo de 1906, a los veinte años, se casó con la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg (1887-1969), hija de Enrique de Battenberg y la princesa Beatriz de Inglaterra. Victoria Eugenia era nieta de la reina Victoria, a pesar de lo cual tuvo que pasar de ser Alteza Serenísima a Alteza Real para que el matrimonio no fuese morganático, es decir, entre personas de rango desigual. En el origen de esa unión estuvo el proyecto de casar al joven Rey con la princesa Patricia, también nieta de Victoria. Alfonso viajó a Londres para conocerla, pero, al parecer, ella estaba enamorada de otro hombre. En cambio, se encontró con la que sí sería su esposa en una boda por amor, muy celebrada por el pueblo español, que tuvo lugar en los Jerónimos de Madrid. En el camino de regreso al Palacio Real, el anarquista catalán Mateo Morral les arrojó un ramo de flores que escondía en su interior una bomba, desde el balcón de la pensión en la que se había alojado, en el número 88 de la calle Mayor. Hubo muertos y heridos entre la gente que presenciaba el paso del cortejo y algunos miembros del séquito real, pero los Reyes salieron ilesos. Morral no era, como cabría pensar, un obrero desesperado, sino el hijo de una familia de comerciantes textiles de Barcelona, que había viajado y hablaba varios idiomas, que había adoptado la ideología anarquista en Alemania, había abandonado el negocio y había trabajado de bibliotecario con Francisco Ferrer y Guardia, un librepensador que fue acusado más tarde de instigación en los sucesos de la Semana Trágica y fusilado en 1909, entre otras razones por su relación con Morral. Durante la Guerra Civil, el Ayuntamiento de Madrid, en un ramalazo de pasión extremista, cambió el nombre de la calle Mayor por el de Mateo Morral. En 1939 la tansitada vía recuperó su denominación tradicional.
El 23 de junio de 1924 terminaba el juicio a los militares Berenguer y Navarro por sus responsabilidades en el Desastre de Annual. Quedaban todavía dos años para la capitulación de Abd el Krim y el final de la República rifeña, pero el Gobierno español, en plena dictadura del general Miguel Primo de Rivera, había abandonado el inmovilismo de fin de siglo y había resuelto juzgar a los presuntos responsables del desastre.